Héctor Abad Faciolince es un destacado escritor colombiano cuya vida ha estado marcada por las décadas de violencia que ha vivido su país. Su padre fue asesinado por los paramilitares y en este texto extractado de su libro de memorias “El olvido que seremos” lo evoca como un padre tierno, siempre preocupado de hacer feliz a su familia, pero capaz de actuar con dureza cuando su hijo se une a una pandilla y se pone racista.
El texto de Abad es una interesante reflexión sobre el amor incondicional y la fijación de límites. Pero también, sobre un tema que cuesta pensar: hay que educar para que los hijos respeten a los otros, para que no hagan daño, para que sean solidarios. Aunque tendemos a vernos como víctimas, también podemos ser los victimarios, como lo muestra este texto y entonces es necesario educar para formar ciudadanos. Un tema pendiente en Chile, donde las cifras muestran una sociedad despiadadamente clasista con los que tienen menos y racista con los mapuches y los inmigrantes peruanos.
Por Héctor Abad Faciolince.
“Mi papá siempre pensó, y yo le creo y lo imito, que mimar a los hijos es el mejor sistema educativo. En un cuaderno de apuntes (que yo recogí después de su muerte bajo el título de “Manual de Tolerancia”) escribió lo siguiente: “Si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz. Los hacemos felices para que sean buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad”. Es posible que nadie, ni los padres, puedan hacer completamente felices a sus hijos. Lo que sí es cierto y seguro es que los pueden hacer muy infelices. El nunca nos golpeó, ni siquiera levemente, a ninguno de nosotros, y era lo que en Medellín se dice un alcahueta, es decir, un permisivo.
(…)
Era, y en parte sigue siendo, una presencia constante en mi vida. Todavía hoy, aunque no siempre, le obedezco (él me enseñó también a desobedecer, si era necesario). Cuando tengo que juzgar algo que hice o algo que voy a hacer, trato de imaginarme la opinión que tendría mi papá sobre ese asunto. Muchos dilemas morales los he resuelto simplemente apelando a la memoria de su actitud vital, de su ejemplo, y de sus frases.
Lo anterior no quiere decir que nunca nos regañara.
(…)
Recuerdo muy bien una de sus furias, que fue una lección tan dura como inolvidable. Con un grupo de niños que vivían cerca de la casa (yo debía de tener unos diez o doce años) me vi envuelto algunas veces, sin saber cómo, en una especie de expedición vandálica, en una «noche de los cristales» en miniatura. Diagonal a nuestra casa vivía una familia judía: los Manevich. Y el líder de la cuadra, un muchacho grandote al que ya le empezaba a salir el bozo, nos dijo que fuéramos al frente de la casa de los judíos a tirar piedras y gritar insultos. Yo me uní a la banda. Las piedras no eran muy grandes, más bien pedacitos de cascajo recogidos del borde de la calle, que apenas sonaban en los vidrios, sin romperlos, y mientras tanto gritábamos una frase que nunca he sabido bien de dónde salió: «¡Los hebreos comen pan! ¡Los hebreos comen pan!». Supongo que habrá sido una reivindicación cultural de la arepa. En esas estábamos un día cuando llegó mi papá de la oficina y alcanzó a ver y a oír lo que estábamos haciendo. Se bajó del carro iracundo, me cogió del brazo con una violencia desconocida para mí y me llevó hasta la puerta de los Manevich.
“Mi padre escribió: Si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz”.
—¡Eso no se hace! ¡Nunca! Ahora vamos a llamar al señor Manevich y le vas a pedir perdón. Timbró, abrió una muchacha mayor, lindísima, altiva, y al fin vino el señor César Manevich, hosco, distante.
—Mi hijo le va a pedir perdón y yo le aseguro que esto nunca se va a repetir aquí —dijo mi papá.
Me apretó el brazo y yo dije, mirando al suelo: «Perdón, señor Manevich». «¡Más duro!», insistió mi papá, y yo repetí más fuerte: «¡Perdón, señor Manevich!». El señor Manevich hizo un gesto con la cabeza, le dio la mano a mi papá y cerraron la puerta. Esa fue la única vez que me quedó una marca en el cuerpo, un rasguño en el brazo, por un castigo de mi papá, y es una señal que me merezco y que todavía me avergüenza, por todo lo que supe después sobre los judíos gracias a él, y también porque mi acto idiota y brutal no lo había cometido por decisión mía, ni por pensar nada bueno o malo sobre los judíos, sino por puro espíritu gregario, y quizá sea por eso que desde que crecí les rehuyo a los grupos, a los partidos, a las asociaciones y manifestaciones de masas, a todas la gavillas que puedan llevarme a pensar no como individuo sino como masa y a tomar decisiones, no por una reflexión y evaluación personal, sino por esa debilidad que proviene de las ganas de pertenecer a una manada o a una banda.
“Mi padre se bajó del carro iracundo, me cogió del brazo con una violencia desconocida para mí y me llevó hasta la puerta de los Manevich: ‘¡Eso no se hace! ¡Nunca! Ahora vamos a llamar al señor Manevich y le vas a pedir perdón’, me dijo”.
2 comentarios:
Muy conmovedor,gente como su padre le hace bien a la humanidad,no solo a los judios de chile,sino a todos,yo como judia,me emocione al leer lo ocurrido,y como una buena educacion,y un excelente ejemplo alcanzo no solo para educarlo a ud,sino para los demas chicos,y trajo tranquilidad a toda una familia,INCREIBLE!!!.
Hola Malka,
Esta parte del libro presenta una de las tantas lecciones de esta obra que se pueden aplicar a diario.
Quiero aprovechar la oportunidad, para preguntarte de la manera más respetuosa, con el único fin de entender un poco más, acerca de la frase que usaron los niños.
Agradezco de antemano tu respuesta. Feliz 2016
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